Bob

I do not think there is a single culture in our global society that does not pride in the freshness of its local ingredients composing its cuisine. It would come as a shocker if one day I did hear about a place that defended the stale qualities of its products: “Open since 1946, our restaurant’s fruits and vegetables are kept in a cellar for 5 years before they are used in our world-renowned, un-fresh salads! Come and taste them with your whole family!” Then there are the cheese, preserves, and other fermented products that are highly valued by its taste, odor, and texture. At one end of the spectrum, though, we have the concept of freshness as something that has just been made or obtained, or that which is not preserved by freezing, canning, drying, etc.

Japan, for instance, is a culture that places a particular emphasis on this subject. I never thought of it in such absolute terms until the time I was in Tokyo one summer. On one occasion, we were invited to dine at a traditional restaurant specialized in sushi in all its possible forms. As we walked in, we saw several aquarium-like fish tanks decorating the entrance where the images of our aquatic friends were magnified as we observed them through the thick, clear glass, swimming, oblivious to our presence. As we all took our shoes off at the entrance of the restaurant, we were led through a hallway with dark wooden floors. Instead of the conventional Western doors, the different dining rooms were divided by sliding doors that only made a light, swishy sound every time someone opened or closed it. The floors were covered with tatami, woven straw mats of equal dimensions neatly laid out. In the middle of our room, several low tables were put together to create a great dining table of approximately 3×3 meters. We sat on the floor around the table, on top of thin cushions with silk covers that came in different colors and motifs.

Among the many plates that our hosts ordered for us, there was one that particularly caught our attention. Its English translation would be something like, “Preparation of an Alive Red Bream.” The waitress, dressed in her kimono, brought a lidded oval glass container with a red bream laying sideways in it. It was flapping its tale, desperately trying to find a more comfortable position. I decided to call it “Bob.” The waitress asked our hosts for their approval of Bob’s appearance and immediately took it away in the same container. I kind of knew where it was taken to, but I did not want to stop to think about the details. The spectacle began about half an hour later when it was brought back onto our table. It was both a morbid and a beautiful sight: a red bream, with its head and tail kept intact, connected by its backbone; except that its ventral part was all cleaned out, its pink meat sliced into thin layers and elegantly laid. Aesthetically, it was sublime. Bob’s head was slightly turned upwards, as if giving it a sense of motion. It was in a posture as if it were caught in video, jumping out of the water, and someone had pressed the pause button to freeze the image. I was speechless.

Suddenly, someone grabbed a sake decanter and poured a stream of rice wine into Bob’s mouth. As it was expected, the liquid came straight out of its throat area, but Bob wanted to keep our attention on him. It began to move its mouth and gills, gasping for air. The room suddenly went quiet, like the calm before the storm. Then everyone went crazy laughing, screaming, and playing with Bob’s mouth by pouring in it some more sake. Even though Bob’s reaction is scientifically explained as a mere reflex, the truth is that Bob was not officially “dead” at the time of its preparation; it was only drunk, and we were now about to eat him up in its sleep. In honor of Bob’s last gimmick, I took the chopsticks in my hand, quickly grabbed a slice of meat thinking that Bob could wake up at any time. None of us stopped eating until we had not finished with Bob’s existence. I remember thinking how delicious its meat was. It was cooler than room temperature and the soy sauce brought about its distinctive bream taste, elevating everyone’s gastronomic experience to a higher level. Once its meat was gone, Bob’s presence was easily ignored; there were new plates on the table that kept people busy. Bob’s image had gotten fixed in my mind, though. I still remember that night very vividly. As we were walking out of the restaurant, I noticed how one of the tanks seemed emptier, and I knew that it was no coincidence.

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No creo que haya ninguna cultura en nuestra sociedad que no se sienta orgullosa de la frescura de los ingredientes típicos de su cocina. Sería sorprendente si hubiera un lugar que defiende lo rancio de sus productos: “En servicio desde 1946, las frutas y verduras en nuestro restaurante permanecen 5 años en una bodega antes de ser utilizadas en nuestras ensaladas no frescas, famosas en todo el mundo. ¡Ven y disfrútalas en familia!” Luego están los quesos, las conservas y otros productos fermentados, valorados por su sabor, olor y textura. A un extremo del  espectro, no obstante, tenemos el concepto de frescura como algo que acaba de ser creado u obtenido, o aquello que no es conservado por los métodos de congelación, enlatado, secado, etc.

De hecho, Japón es una cultura que le da un énfasis particular a este tema. Nunca había pensando en él en términos tan absolutos hasta que estuve en Tokio un verano. En una ocasión, nos invitaron a cenar a un restaurante tradicional especializado en sushi en todas sus formas posibles. Cuando entramos en el local, vimos varios tanques que parecían más bien acuarios de decoración. Veíamos la imagen agrandada de nuestros amigos acuáticos al observarlos a través  del cristal grueso y limpio mientras estos nadaban, ajenos a nuestra presencia. Tras descalzarnos en la entrada, nos llevaron por un pasillo con suelos de madera oscura. En vez de las puertas convencionales que conocemos en Occidente, los distintos salones estaban separados por puertas corredizas que hacían un ligero sonido de fricción cada vez que alguien las abría o las cerraba. El suelo de los salones estaba cubierto por tatami, una especie de esteras de paja tejida de dimensiones estándar, cuidadosamente puestas una junto a otra. En el centro de nuestro salón, había varias mesas bajas de madera juntas, creando una mesa de comedor de aproximadamente 3×3 metros. Nos sentamos en el suelo alrededor de la mesa, cada uno sobre un cojín fino cubierto con fundas que venían en distintos colores y diseños.

Entre la cantidad de platos que nuestros anfitriones pidieron, había uno en especial que nos llamó la atención. Su traducción al español sería aproximadamente “Preparación de un besugo vivo”. La camarera, vestida en su kimono, trajo un contenedor de cristal ovalado y tapado, con un besugo tumbado de lado. Éste agitaba su cola como si intentara encontrar desesperadamente una posición más cómoda. Decidí llamarlo “Bob”. La camarera buscó la aprobación del género e inmediatamente se lo llevó en el mismo contenedor. Creo que sabía a dónde se lo llevaban, pero no quise detenerme en los detalles. El espectáculo comenzó aproximadamente una media hora después cuando lo trajeron de vuelta a nuestra mesa. Aquello era una visión tanto mórbida como bella: un besugo, con su cabeza y cola intactas, conectadas por su columna vertebral; y a ambos lados de ésta, se había dispuesto elegantemente su carne fileteada en finas lonchas. Estéticamente era algo sublime. La cabeza de Bob estaba ligeramente levantada, como si se le diera cierto aire de movimiento. Se encontraba en una postura que daba la sensación de haberlo  filmado en vídeo saltando fuera del agua y alguien hubiese presionado el botón de pausa para congelar la imagen. Me dejó sin palabras.

De pronto, alguien cogió el decantador de sake y dejó caer un chorro de vino de arroz por la boca de Bob. Como era de esperar, el líquido salió directamente por donde debería estar su garganta, lo cual no era suficiente para Bob, que seguía interesado en mantener nuestra atención. Comenzó a mover su boca y sus branquias, tomando bocanadas de aire. En la habitación se hizo un silencio, como la calma que precede la tormenta. Luego, todo el mundo enloqueció riendo, gritando y jugando con la boca de Bob mientras le echaban más sake. Aunque la reacción de Bob está científicamente explicada como producto de unos reflejos sin importancia, la verdad es que Bob no estaba oficialmente “muerto” en el momento de su preparación; sólo estaba ebrio, y ahora nos disponíamos a comérnoslo dormido. En honor a la memoria de su último truco en público, tomé los palillos y rápidamente cogí una tira de carne, pensando en que Bob podría despertar en cualquier momento.  Ninguno de nosotros paró de comer hasta acabar con la existencia de Bob. Aún recuerdo lo delicioso que estaba el pescado. La carne estaba fría y la salsa de soja resaltaba el especial sabor del besugo, elevando así a otro nivel nuestra experiencia gastronómica. Una vez terminada su carne, la presencia de Bob pasó a ser secundaria; había nuevos platos en la mesa que mantenían ocupada a la gente. Pero la imagen de Bob quedó grabada en mi mente. Aún recuerdo aquella noche vívidamente. Al salir del restaurante, me fijé cómo uno de los tanques parecía más vacío, y supe que aquello no era ninguna coincidencia.

6 thoughts on “Bob

  1. El concepto de frescura llevado al límite, no? La cuestión es: Los cocineros sabrán cuántas copas de Sake necesitaba Bob para perder la conciencia y no enterarse de nada? me imagino que sí o………………………….
    Nos leemos la próxima semana.

    • Yo creo que depende de cada pescado – tan pronto alce una de las aletas, el cocinero sabrá que es una señal de “Vale, para, que estoy a punto de entrar en un coma etílico…” 😉

  2. Qué presión, ahora voy a tener que poner siempre el primer comentario? :S

    La verdad es que no me habría gustado esta experiencia, y eso que me encanta el sushi! Pero comerte algo que todavía te está mirando… Arg. Recuerdo una vez que fuimos a coger cangrejos y luego había que echarlos vivos en el agua hirviendo.. ni fui capaz de eso ni de comérmelos!

    • Ahora nos lo dan todo “limpiamente” servido, claro. Creo que para un niño que nunca ha estado en el campo, tomar un vaso de leche calentita recién ordeñada de la vaca o la cabra podría ser una experiencia traumática. Más aún si creía que la leche venía del tetra brik…jeje. Hace unos meses comimos un cordero justo después de que lo degollaran en el jardín de una finca donde me hospedaba en Marruecos. Me invitaron a presenciar el sacrificio, pero rechacé amablemente la oferta…

  3. Me encantan todas tus historias y si hablan de comida más. Fresco lo que se dice fresco estaba;aunque me da un poco de penita, también lo habría probado.

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